El Vals
Las cortinas cubrían la oscuridad que se percibía en el exterior. La noche
estaba presente en cada uno de los rincones del salón. Este era grande y
espacioso, estaba destinado a grandes celebraciones y festejos. No obstante, no
eran ya nada frecuentes desde el suceso, el hecho, el día en el que su vida
cambió. No tenía fuerzas para celebrar, no tenía ganas de festejar, no había
nada que mencionar.
Esta postura deriva de un acontecimiento que tuvo lugar en su casa
hace años atrás: su esposa lo abandonó. Lo dejó solo en este mundo de crueldades
y alegrías disfrazadas, pues las auténticas, no llegaban a su vida desde la pérdida.
Amaba a su esposa. La adoraba. La gigantesca casa donde vivía no era suficiente
para compensar todo el amor que sentía hacia ella. Pero ya nada era igual, nada
lo era.
Aquella noche era diferente. El poco rayo de luz que había en la casa
estaba apagado, al igual que el estado de ánimo de su dueño. Mientras divagaba
en viejos pensamientos de tiempos anteriores, bajó hasta el salón en medio de
la oscuridad. Sus caminares parecían los de un muerto en vida o un fantasma que
nunca contemplaría su luz.
Encendió una vela y la dejó sobre el piano. A continuación se dirigió hacia
el gramófono. Una reciente adquisición que le gustaba para evitar la necesidad
de una orquesta cada vez que ansiaba escuchar algo que alivie su alma afligida.
La encendió y colocó un vals.
Cerró los ojos y en su pensamiento comenzó a divisar entre aquellas
paredes a una muchedumbre de gente. La cual iba desapareciendo al mismo tiempo
ante la aparición de una dama en medio del gentío.
La miró, pero ella no. Avanzó hacia ella invitándola al próximo baile.
Ella, sin mirarlo, entregó su mano. Al mismo tiempo, él la cogió y besó cortésmente.
Ambos se colocaron en medio de la pista de baile. La música sonó. El baile
comenzó.
Recordaba muchos instantes felices, pero ninguno como ese, era
especial, lo era, sin duda. Ella no lo miraba. Y él no podía verla. Esto lo
frustró un poco, pero la sensación que tenía de misterio sobre aquella dama lo
incitó a continuar con el baile.
No podía verla, pero seguía con ella. Las notas recorrían cada
milímetro de sus cuerpos, acariciando sus oídos y resaltando el cabello rizado
y rubio que se mostraba en los destellos de luz que se divisaban en aquella
habitación.
Al terminar el vals, una breve reverencia fue su despedida.
La dama se alejaba en medio del salón y él caía al suelo sin poder
mover las extremidades. Mirando un deseo que se iba, observando atónito la
desaparición de la dama y exhalando un último aliento, dejó de esperar.
En su pupila se vio reflejada una dama. No una cualquiera. Al verla,
supo lo que estaba sucediendo y sabía que no podría evitarlo. No podía.
El aire se tornó denso y perfumado, las cortinas se apartaron y las
ventanas se abrieron de par en par. Había salido la luna, la luna había salido.
Era la hora, lo era. Y él lo sabía.
Se marchó con aquella mujer majestuosa de manto rojo y vestido blanco para
reunirse con alguien a quien si deseaba volver a ver. Alguien que era especial
para él, alguien con quien había soñado por mucho tiempo.
Mientras, la música sonaba en aquel salón, sepultando su último
suspiro y sumiendo aquel ambiente en el silencio. En la nada. Nada.