Lamento haber estado tanto tiempo desaparecido, cosas varias que hacer y arreglar, pero en fin, aquí os traigo un relato nuevo. Para empezar el año, seguirlo y demás.
El sexto sentido
Suspiras
profundamente una vez más. Conservas el aire el frío, el aroma de su perfume,
su esencia, aquella que tanto la caracterizaba. Era una mezcla entre pasión y
fuego, si, lo era. Palabras que la describían a la perfección. Habían pasado
dos días. Dos días desde la última vez. La última vez que la viste y aún se
notaba en el aire su perfume, su aroma de mujer. Tu mujer. Notas cada uno de
sus pasos cuando se aproxima a la puerta, tu corazón palpita como la primera
vez que tus ojos observaron en medio de la oscuridad, observaron una luz. Tu
única luz. Sientes en el pecho un latido palpitante, que se transmite hasta el más
recóndito escondite de tu cuerpo. El cual es suyo, y el suyo es tuyo.
Mutuamente. Así para los dos.
Una
vez más exhalas el humo del cigarro, con el mismo aliento con el que susurras a
sus oídos, los cuales escuchan atentos en medio de los atardeceres las
ardientes palabras que con suma pasión luego se convierten en realidad. Estas acostado
en tu cama, la almohada guarda su aroma al igual que el aire, miras al techo y
al mismo tiempo al infinito, el cual no puede separar los pensamientos que con
precisión alcanzan a su figura. Otra exhalación, un pensamientos, ella y
repites la operación. Uno más y acabas con el cigarro.
Te
pones en pie a pesar de las molestias en el costado, y miras la humilde morada
que habitas, la cual reluce como el más firme e imponente castillo con su
figura. Su luz. Su alegría. Su sonrisa. Su… su… ella. Te paseas por cada rincón con cada recuerdo
que te acompaña. Vivencias de otros tiempos, vivencias del ayer sombrío sin su
presencia. Cada rincón había sido utilizado con los más oscuros fines del
placer terrenal que tu aventura traía. Habías bailado los más terribles valses
de la seducción bajo aquellas paredes, aquel techo había sido testigo de las
más absolutas perversiones de la lujuria, si las paredes hablaran…
Las
horas pasaban y pasaban frente a tus ojos, miras el reloj esperando que se
acerque la hora en que todo cambiaba. Todo pasaba a girar en torno a tú y ella.
Ella y tú. Te miras en un espejo, no llevas camiseta, propio de tu aspecto para
esperarla. Con el torso al aire, dejando la imaginación para poco más. Observas
un retrato tuyo en la pared, un antes, y el ahora solo se pintaba con el mismo
pincel que el de ella. Los minutos pasan, los segundos aguardan y tu corazón
piensa en ella.
Te
das la vuelta y ahí está ella. No sabes cómo ha entrado, no lo sabes. Quieres averiguarlo
pero cuando tu mano y la suya se juntan no sabes que pensar. Solo te dejas
llevar. Cada instante esperado, cada momento transcurrido ha merecido la pena. Por
ella… por ella esperas hasta el confín del mundo, hasta el final de los tiempos
en medio del crepúsculo de la tarde. En medio de la noche y hasta el mismísimo
amanecer que trae consigo el rocío, gotas de esperanza para ser totalmente
tuya, fundirse en uno solo, ser un nosotros sin nada más. Solo nosotros.
Ella
se aparta y tú caes al suelo, no sabes que pasa. La sigues por la habitación. Continúas
siguiéndola, caes a sus pies, te rindes a sus pies; la persigues y ella se
aleja. No sabes que pasa.
Alzas
la cabeza y ella te llama, te llama a ti. Te atrae hasta ella. Avanzas en su
dirección. La sigues, la deseas, vas por ella. Te abraza y besa ligeramente con
sus labios, rojo pasión, fuego ardiente de los recuerdos acaecidos en la
habitación. Te aleja. Vuelves a caer a sus pies y subes una vez más tocando
cada centímetro de su cuerpo, su bello cuerpo. Conocido con profundidad. Con una
cerilla enciende fuego, lo enciende para el cigarrillo. Unos segundos y exhala
el humo en tu cara. No lo comprendes. No sabes que pasa. Te lo ofrece, te
ofrece el vicio y tú te levantas y acercas lentamente hacia ella. Acaricias el
mechón de su cabello, te encanta. Lo adoras, como toda ella. Tu diosa, única,
tuya. Ella huye de ti, no quiere estar cerca. Huye por la habitación y tú la
persigues en busca de explicación, no lo entiendes. No sabes que pensar. Al suelo
caes frustrado. Sin conocimiento de lo acontecido en aquella ocasión. Te levanta
y te sienta en una silla, la miras y no sabes que decir. Con su brazo señala un
lugar. En una dirección. Giras la cabeza y lo ves. Ves la cuerda que sobre una
de las vigas de tu hogar esta, señal inconfundible de todo lo que se puede
perder en un instante. En un minuto. Segundos…
Ella
sale corriendo, como el recuerdo que fue. Nunca fue real en aquella ocasión. Piensas
y piensas, miras y miras, no sabes que hacer. La extrañas y la imaginas, estará
con otro, lo estará. Pero tú ya no tienes nada. Solo su recuerdo, su amor
fugaz. Te resistes a la idea. No puedes parar de pensar en ella, en su mirada,
en sus labios y su aroma de mujer. La adoras, la amas, no puedes parar de pensar
en ella. No dejas de pensar en ella. La locura, la locura, estás loco por ella.
Lo estas. No puedes negarlo. No podrás. En el suelo, frustrado e impotente
miras a la cuerda, salvación de tus problemas. La miras fijamente y ves los
momentos que pasaste con ella, los miras y ya no queda nada. Nada…
Aceptas
tu destino, paso a paso, lentamente, estas en más cerca, más cerca… ya estás en
el lugar. Tú último lugar. Sobre un pequeño taburete apoyados, sientes tu
cabeza entre la cuerda. Te irás por ella, el tormento de su recuerdo es
demasiado feroz. Es un fantasma imborrable de tu mente. Lo es. Es el peor de
tus fantasmas. Y el sufrimiento de haberla perdido es lo que te queda. Ya nada
más…
Suspiras,
respiras una última vez y te dejaste caer. Sentiste el final de todo, sentiste
perder el conocimiento, el aire, la vida. Por ella, entre lágrimas susurras. Por
ella… en medio del silencio el taburete en el suelo y tú en la cuerda. No queda
nada. Ya no.
Con
un soplo de aire la puerta se abre, la puerta se abrió. Una flamante dama de
vestido blanco, manta roja y sin rostro, sin vida se acercaba. La muerte
llegaba. Por ti, era tu hora, la hora…
Rápidamente,
avanzó hacia ti con paso firme, con la mano extendida ordenó a la cuerda que
baje. Ella obedeció. Bajaste con ella, miras a la muerte y no sabes que decir. La
vida terminó, ya nada puedes decir. Todo acabó. Se quitó la máscara, tus ojos
cubrió con ella. Muerto estabas. Comenzó a caminar y la seguiste. Paso a paso,
rápidamente hacia el lugar a donde todo empieza y acaba. Donde ya nada queda
salvo el recuerdo de haber vivido, el recuerdo de haber sabido quien era tu
captora, el recuerdo de recordar cuanto la recordaste. El recuerdo de saber
quien fue la dama, de no haber dicho nada, a la que fue tu amada.
Fin.