El tiempo pasa



Hace un año escribí sobre el final de la década, sobre un año pasado que terminó. Hoy vuelvo a realizar lo mismo. Han pasado muchas cosas, sentimientos, alegrías, desgracias, besos y sonrisas, lágrimas y manos al cielo exclamando los momentos que han sucedido a lo largo de este tiempo. 360 días, 12 meses y un año entero han vuelto a pasar, el final es hoy, 31 de diciembre de 2011, el inicio, mañana 1 de enero de 2012. 
El año viejo, cual señor mayor con bastón se despide, se va y no volverá. Un niño nace como símbolo del 2012. A pesar de todo lo sucedido, a pesar de todo lo vivido, a pesar de todo lo que ha sucedido y acontecido durante este tiempo, debemos guardar en nuestro corazón los buenos momentos que hemos pasado, para que en tiempos peores tenerlos presentes sea símbolo del poder de la esperanza, la que puede mover hasta una montaña. Unas últimas palabras, un último final, el año se va.
En su testamento, el año viejo, lega sus momentos tristes y felices a la humanidad. El año nuevo, su sucesor debe mantenerlos en el recuerdo, vivos y calientes y ante todo procurar y ser cuna de nuevos momentos que permanezcan en la mente y sean parte de su legado.
Desde mi corazón os transmito mis más sinceros deseos de paz y armonía, ante todo esperanza para los tiempos que vienen. Sean buenos o malos hay que vivirlos, sentirlos y pasarlos.
Deseo un año cargado de prosperidad y buenos deseos para cada uno de vosotros y los seres humanos. Seamos como seamos, estamos juntos en este mundo y aunque la armonía total se utópica, podemos coincidir en que deseamos eso. Mucha suerte, buenos deseos, paz y armonía. 
Os deseo felices fiestas, un feliz año y ante todo os pido, no perdáis nunca la esperanza, pues la lux aeterna que la representa no se apagará jamás.


Romario Castro

Fantasía Banal





Fantasía Banal

Nos encontramos en unas fechas dignas de celebración. No obstante, no por ello tenemos que seguir los ridículos clichés de la sociedad que han sido impuestos por distintos medios (televisión, radio, películas, etc) a lo largo de todo este tiempo. La navidad se siente y se transmite, absolutamente, no se debe ver reflejada en un materialismo infinito lleno de placeres mundanos que conducen actuando de vía directa al egoísmo terrenal.
Costumbres en estas fechas hay muchas, realidades dignas de ser admiradas pocas. Me explico, los regalos, es lo único que importa en estas fechas para mucha gente. La cuestión en esta realidad, es la profunda superficialidad  en la que está sumida la humanidad. Pocos son, los que se conforman con nada o casi nada —que en sí es un logro—. El mundo que estamos consiguiendo no es el ideal si las personas de hoy crecen en esa creencia.
Propondría un experimento sencillo: simple y llanamente, no dar un solo regalo o cualquier otro presente a nadie por estas fechas; sin embargo, sentarse  con esas personas y compartir un momento en el que se disfruta de verdad sería la compensación. Hacerlo, sin duda alguna, es un gesto que admiraría. Básicamente, por el ejemplo de humildad y buena costumbre que se manifiesta.
El verdadero espíritu de estas fiestas recae básicamente en la comprensión, el cariño y el amor que se debe transmitir por encima de todo el material vano que se reciba. Algo que tendrá más duración que cualquier objeto, algo de verdad y algo que permanecerá en el recuerdo.

Feliz Navidad y nos vemos en enero.

Noches de Frío III: Eterna





Noches de Frío III: Eterna 


Erase una noche tranquila, oscura y de profunda paz. El aire estaba sumido bajo las gruesas cadenas de espesa niebla, la cual cubría hasta el más recóndito de los espacios del bosque. En medio del mismo, se presentaba un claro y en medio de suntuosos jardines, grandes fuentes, un sin fin de flores con muchos colores que, en el día resaltaban como ningún otro lugar, enclavado en la mitad de frondosos y viejos árboles que conferían un tono tenebroso a ese lugar; con gran belleza en medio de oscuridad, como solían decir los visitantes que tenían el honor de entrar en aquellas dependencias: la gran mansión, se manifestaba imponente, como un castillo medieval, donde antaño pudo vivir un hombre o mujer de gran cuna. Nada más lejos de la realidad. Habían pasado muchos años desde la última restauración que había sufrido la casa. Un monumento a la grandeza de la sangre que en esas paredes habitaba. Remodelada para la estancia de los nuevos habitantes del lugar, como intento de restaurar la gloria que antes hubo en la zona. 

Las continuas especulaciones sobre lo que había sucedido en esa mansión eran incontables, hasta el punto de que aquellos que conocían el pasado tenebroso de aquellas paredes se mostraran recelosos de entrar y formar parte, en muchas ocasiones, de las recepciones que se daban. A pesar de estar en medio del bosque, se encontraba bien comunicada. Contaba con varios caminos, carreteras y salidas hasta el pueblo que estaba a tan solo veinte minutos a pie. Atravesando aquel bosque que servía de cortina para lo que se movía en las ventanas insondables de aquella fortaleza. Era de noche, el reloj daba las nueve ya. Aún así, los pocos comensales con los que contaba la casa aquel día eran pocos. Pero por protocolo inquebrantable se haría como se había hecho desde siempre, por tradición y costumbre transmitida de padres a hijos y de madres a hijas en la familia. El gran salón contaba con apenas dos lugares preparados para la cena: en un extremo, Lord Wildmord y en la cabeza, presidiendo aquel gran lugar, Lady Wildmord. Descendiente de una sangre azul, tan azul como el mar y tan marcada por la tragedia de sus antepasados. No obstante, esto no le quitaba el gran prestigio del que contaba. Su fama de buena dama de alta alcurnia era reconocida en muchos lugares y siempre a donde iba, contaba con que sería reconocida. No es para menos. Su familia siempre había estado en boca de todos, pero principalmente por los sucesos que marcan la casa que habita y el título de señora que lleva en su poder por derecho sucesorio. Contar lo que había pasado sería inútil, pues los hechos acontecidos hablan por sí solos. Sin embargo, destacar merece la pena, Lady Wildmord, Catherine como solían llamarla los más cercanos a ella evitaba hablar del tema. Prefería dejar el pasado, centrarse en el presente y mirar por su futuro. Era, sin lugar a dudas, una mujer progresista. 

— ¡Qué malo eres! —Bromeó con su marido—. Suéltame la mano. 

Eran bromistas hasta en la mesa. Adoraban pasar horas y horas a solas en los jardines mientras tenían algunos manjares que degustar. Jugaban y paseaban juntos por todos los lugares de aquella mansión. Desde la restauración ordenada por Lady Wildmord, había adquirido notoriamente gran esplendor. Un altar a la belleza en el claro más alumbrado por el sol en medio del día y en la noche, un rayo de luna que iluminaba cada centímetro de aquellas paredes interiores, penetraba por los cristales y se posaba sobre el lecho de cualquiera que descansando tranquilamente se encontraba, confiriendo al ambiente una capa de misterio pero a la vez de belleza natural y magia que no se encontraba en cualquier lugar. 

Terminada la cena, cada uno se dirigió a su lugar preferido en aquellas noches. Casualmente era el mismo para los dos: una salita en la segunda planta, donde aparte de tener unas vistas impresionantes de aquel paraje, había una biblioteca de las tantas repartidas por toda la casa, una chimenea, muebles y pinturas que estaban en las paredes. Se sentaron y cada uno escogió una actividad, tras darse un corto beso en la mejilla, cada uno se sentó. Él leía el periódico y ella una novela. 

Les trajeron una taza de café, acto seguido hablaron durante un buen rato sobre literatura francesa que no venía al caso. Se adoraban el uno al otro y no se separaban casi nunca. Tras estar de acuerdo en pasar a sus dependencias privadas, marcharon hacia la cama. Se pusieron cómodos y la noche hizo su trabajo en llenar el cielo de estrellas, traer la luna y hacer que esta ilumine los sueños de la gente que bajo su luz dormía. 

A la mañana siguiente los rayos de luz cubrían la mañana. Era un día esplendoroso, por lo que Lady Wildmord decidió llamar a unos amigos suyos para hacer una excursión por el bosque y el campo. Se consideraba una persona activa, ocasionalmente hacía recorridos de ese tipo. No obstante, esta ocasión sería diferente porque quería visitar una parte que estaba más alejada de lo normal de sus paseos. Con unos acantilados que impresionaban y que estaban en cierta lejanía. Pero merecía la pena. 

Así lo hicieron. Llegaron hasta aquel lugar cansados, exhaustos y maltratados por el arduo camino con el sol de medio día sobre ellos. Iban algunos de los mejores amigos del matrimonio, algo para sentirse en compañía y a gusto, solían decirse. 

El verde prado que recorría el camino por el que habían llegado estaba como alfombra a lo largo de ese inmenso valle sin pendiente. Pero he ahí la trampa de este lugar. Nada más llegar a cierto punto se producía un desnivel que culminaba con un saliente desde donde se contemplaba una enorme obra de la naturaleza. Uno de los acantilados más famosos de la zona. Y desde luego un lugar majestuoso para muchos. 

—Bajemos —insistió Catherine—. Será divertido. 

Reconocido también era el grado de accidentes que solían tener lugar en esa zona. Insensatos que no se fijaban bien por el terreno. Bajaron a prisa y con prosa llegaron hasta el saliente. Lady Wildmord iba a la cabeza y detrás la seguía su marido. 

—Ten cuidado Fred —advirtió uno de los acompañantes, al esposo de Lady Catherine—. Es peligroso. 

Tan pronto como se acercaron a la parte final del acantilado observaron un hermoso paisaje entre las rocas, algo que sin duda no se contempla a diario. Las aguas del río que discurrían sobre aquel lugar estaban con un cauce creciente y era notorio observar a las aguas chocando contra las rocas para abrirse paso por entre el camino hasta llegar al final de su destino. 

Tres segundos de nada, tiempo fugaz e irrecuperable bastaron para que la mañana se tornase en tragedia. Lo último que se vio, que Lady Catherine recordara en su totalidad, fueron los gritos desesperados por su marido. Que en sus atónita mirada caía al vacío, como una hoja en medio del otoño sin nada más que contar, observándola en el aire con esos ojos penetrantes que sollozaban sin parar ante la angustia que sentía en su interior; angustia que aumentó cuando contempló desvanecidas las esperanzas de vida en su amado pues había recibido un duro golpe y las aguas llevaron su cuerpo hasta abajo, donde un grupo de policías de búsqueda lo encontró en la ribera del río. En un momento lo tuvo todo y al segundo nada. Poco quedaba, más que el recuerdo de su amor, de la pasión que ambos consumían, del sentimiento de unión que compartían y sus miradas fundidas en un solo latir que en ese instante sentía que le arrancaban su mitad. Una horrible y accidentada primavera en medio de tanta algarabía. El final se consumió sobre ella. 

Con el alma desgarrada en el cementerio, tras besar y abrazar el ataúd de su marido, su amado, su compañero, su luz, su noche, su otro yo y todos las expresiones que pueden describir el amor que sentía cuando, con el alma partida daba su último adiós. 

Cerró los ojos y sollozando entre lágrimas, tiró el primer puñado de tierra sobre el ataúd en el nicho. Donde la paz empezaba a sonar, donde el tormento por el amor perdido en cárcel de sentimientos puros y llenos de dolor, consumían el alma de una desdichada. 

Cuando llegó a su casa, no comió durante un día entero. Hasta que el ama de llaves la obligó a hacerlo. No podía seguir así. Pero ella sentía que el dolor físico no era nada comparado al haberse desprendido de su alegría, de la luz de su sonrisa. Nada era lo mismo sin él, nada era lo mismo. 

A donde quiera que fuera, todo le recordaba a su amado. Esos años de matrimonio que habían pasado fueron tan felices que no los borraba de su mente. Cada año era como una vida y aún así, seguía siendo corta. 

En el pasillo recordó su primer beso, ambos tenían vergüenza. En la habitación recordó su primera noche de casados donde la pasión correspondida y la vida misma seguía su curso. Mirando el gran retrato del salón principal, donde salían los dos, recordó en el que se lo hicieron. En ese instante recordó como se le cayó un frasco de pintura encima y le manchó el traje. 

Aquello la hizo reír, por un instante, fue como volver a vivirlo. La misma sensación en el mismo lugar, como si nada hubiera cambiado. Pero no era lo mismo. No lo era. 

Con el corazón partido vagó durante toda la tarde por aquellos rincones por los que con él, solo con él, había llegado a ver. Hasta pasaba por las ventanas y la pena y el dolor se hacían latentes en el ambiente. 

Y hasta los árboles de la tarde, que con el viento chocan, susurran su nombre. El único nombre que no podía dejar de repetir a medida que pasaba el tiempo y la vida dolorosa continuaba. 

Al día siguiente, tras casi no pegar ojo en toda la noche, se encontraba Lady Catherine tomando asiento en su lugar de la mesa. Miró a su alrededor y solo vio a su mayordomo. Miró a su derecha y solo vio un lugar vacío. Tan vacío que ya nada era lo mismo y no lo sería, de eso estaba segura, tan segura como lo que sentía. 

Aquella mañana, decidió irse a la Iglesia con el propósito de escuchar algo que no fuera lo que ya le decía todo el mundo. Pero que, sin embargo, no convencía del todo y no era consuelo a lo que con tanto amor había cultivado durante tantos años y ahora ya no poseía. 

La vida y la injusticia de la vida. La muerte y su igualdad en el lecho eterno. Donde por siglos y eternidades la gente llora las soledades por sus pérdidas. En el frío suelo descansan y descansarán, sin poder levantarse las arduas espuelas del dolor, que clavadas como clavos en el corazón no se olvidan, no se olvidan. 

Tras volver sin respuestas llegó a la conclusión de la injusticia divina al permitir lo que estaba sucediendo. No comprendía que había sucedido en aquel lugar para que se mereciese tan gran castigo. 

Posteriormente, vio todo lo acontecido como culpa suya. La invitación a ir, el no ir con cuidado y el hacer que la siguiera hasta ese cruel final fue lo que empezó a desquiciar a Lady Catherine. 

Impotente, sin ganas de nada, sin luz en su vida continuó vagando por el resto de la casa. Llegando a sus lugares favoritos y hasta mirando sus libros favoritos, aunque no fueran de sus simpatía, pero le recordaban a su amor. El que por más ruego y mendigo, no recobraría, pues Eurídice y Orfeo era solo un cuento que no conducía a nada. 

Y la nada es nada, donde nada puede ser cualquier cosa. La vida que estaba consumiéndola se venía encima de ella y se cernía con todo su poder. Recalcando la supremacía del destino y el final inesperado a todo lo bello que por ventura de este mismo factor constituye su final. 

Aquella noche casi no cenó, pero se fue así a la cama. Directamente tras despedirse de sus empleados. La casa estaba sola sin él, la casa se mantenía en pie y con ella en la más profunda pena y soledad en la cercanía al mar. 

Durmió y cerró los ojos sin consuelo, sin nada por lo que pensar y vivir. Lo que tanto amó ya no estaba y su alegría se fue con él. Consiguió dormir algo más de un par de horas, pero cada vez que miraba en sus sueños, lo veía a él y aquello la ponía triste, profundamente triste. 

A la mañana del día siguiente, se sentía menos dolida que días anteriores lo cual la llenaba de nuevo de esa dote más cariñosa y normal en ella. Pero a pesar de todo, no sentía que esto pasaría pronto. Pero se tomaría su tiempo. 

No obstante, algo había cambiando en ella. No se notaba igual. Sentía en su cuerpo una sensación que no supo identificar, pero no le dio la mayor trascendencia y lo achacó al estrés que sufría y a la depresión en la que se hallaba sumida. 

—Fred —suspiró—. Fred… 

Suspiro que se ahogó en el silencio y no tuvo más que decir. La soledad la estaba matando y sentía que estaba en un estado en el que no se puede más. 

Era viernes por la mañana, las nueve del día. 

Mientras leía, algo extraño pasó por su mente. Un pensamiento que no supo decir de donde provenía. Un nombre. Un solo nombre que ahora y cada vez más era más intenso para ella. 

—Fred… —escuchó susurrar—. Fred… 

Una y otra vez. 

—Fred… —sin parar—. 

Era demasiado extraño. 

Quería acallar las voces que en su mente sonaban. Primero por lo bajo, segundo por lo aumentado el volumen, seguido por un aumento en la intensidad. 

—Fred. —se escuchó—. Fred… 

Su mente le juega una mala pasada, se preguntó. Pero lo que no entendía es porque a ella. Si no había hecho nada. 

Las voces no cesaban, aunque escuchara competas obras o música de todo… pero lo que era cierto, es que Catherine empezaba a ponerse histérica; no lo podía superar. 

A cada instante y cada paso empezaba a ver cosas. Cosas en las paredes, cada cuadro se movía y ella estaba asustada. La tarde empezaba a tener colorido negruzco sobre la noche. Tormenta se acercaba. 

Las voces no callaban. La llamaban ahora. Repetían su nombre, era la voz de su amado, que no la dejaba en paz. Que ahora la tranquilidad perturbaba. Se ayudaban, por cada evocación a su amor, cada tres con su voz era él. 

En algunos momentos incluso llegó a contestarles. Las voces y las voces, no paraban. En el viento fuerte contra las ramas, el silencio se tornaba con su nombre, el nombre de su amado. 

Empezó a correr por toda la casa y mientras anochecía, la luz se cortó. La luz se fue y a oscuras dejó. Mientras Lady Catherine corría y corría por los amplios pasillos de su mansión en el bosque los árboles y los rayos empezaban a llamarla. 

A cada instante que pasaba, los empleados de la casa intentaban ayudarla. Hasta el punto de llamar a una ayuda psiquiátrica. El ama de llaves, que la vio nacer y estaba en sus cabales observó quizá el mal familiar, tratando de auxiliarla en medio de sus gritos y esperpento. 

—Fred… —gritaba a todo pulmón—. Amor mío. 

Mientras corría seguía, mientras corría negro todo lo veía. 

—Fred… —dijo nuevamente—. Fred… 

Entonces abrió la puerta de la casa y en medio de la lluvia salió y corrió en medio del bosque. Atravesó una gran parcela ya que conocía bien el terreno. Llegó hasta el cementerio. 

Los demás fueron menos ágiles ya que no eran conocedores de aquellos parajes, no obstante sabían más o menos donde iría. A buscarla ante todo. Así lo hicieron. 

Mientras en el cementerio, con una pala en la mano postrada ante la serena mirada de la fría lápida que ante sí tenía observó como la lluvia caía y la noche con rayos sobre ella se cernía. 

Los tormentos que había, los tormentos que pasaban no eran nada comparado con el dolor que sentía. 

Empezó entonces con la pala a cavar y así lo hizo durante un buen rato. A prisa, sin importarle nada. Una y otra vez. 

Llegó hasta el ataúd donde tras bajar abajo con el agua estancada y con un fuerte olor, lo abrió y ahí estaba su amado. Convencida entonces de que las voces pararían al ver que se había ido y no era él lo abrazó y besó su mejilla. Como hacían antes de su partida. 

Las voces no callaban. No paraban. No cesaban. 

Salió del nicho y por entre las ramas del bosque salió. Corrió y corrió con la ropa empapada y detrás alguien que la seguía. Eran los que la buscaban. 

Pero a pesar de ello, no se percataba de este hecho. Mantenía su marcha firme y talante hasta llegar al lugar, donde por desventura se sucedió aquella tragedia en su vida. Nada más pararse en seco frente al acantilado y observar las aguas que el río llevaba, miró al cielo y vio una estrella. 

—Mi estrella —musitó helada—. Mi única estrella. 

Miró al horizonte sin nada más que una lluvia que caía sobre ella y la desgracia que ya traía. Los fantasmas y tormentos del pasado, de sus días pasados la acompañaban. 

Mientras los demás intentaban persuadirla de que no se moviera, en el mismo sitio, al darse la vuelta para volver con ellos, pues las voces cesaron en un instante, donde su amado había sucumbido resbaló. 

Todos contemplaron atónitos como la firme capa del viento, con el agua en medio de la noche, iluminada por los rayos de luz parpadeante de los relámpagos, Catherine caía en el vacío. 

Sus ojos se vieron mirando a la nada. A un cielo en que de repente se veían muchas estrellas, donde cada estrella era un sueño, un sueño que había cumplido y vio la mayor de ellas, supo quien era. 

Su mayor estrella, su mayor luz estaba esperándola quizá. 

Mientras en el aire estaba, recordó el beso de la mañana, de aquella mañana en la que estaban a punto de salir, luego le dio la mano y caminaron. 

Fue rápido e indoloro. Las heridas se curaron, las voces pararon, la situación cambió. La noche cambió y empezó a cambiar, a ser tranquila. Un corazón se volvía a unir, un alma partida se volvió a juntar y la sonrisa de los dos al mismo tiempo volvió a brillar como siempre la recordaba. 

Fin. 





Rima V


Rima V

¡Ay pobre amor!
Que difícil olvidar,
El intenso color:
Del hermoso amar.
¡Ay pobre amor!
Que amargo es tu vivir,
Que inmenso es el dolor,
Que tienes que sufrir.
¡Ay pobre amor!
Que no puedes morir.
Que amargo es el sabor,
Que tienes que sentir.
Llorando por querer,
Tener a un corazón,
Que sepa comprender,
Lo que es la pasión.
Y esperando ver,
Tu ardiente canción.
Buscando ser,
Cura de tu aflicción.
¡Ay pobre amor!
No llores pobre amor,
Consuélate ya,
Que pronto vendrá.
Alíviate el dolor,
Que te hace padecer:
Sentimiento arrollador,
Dolor de amanecer.
¡Consuélate ya!
Consuélate ya…
Que pronto vendrá.
Y no se irá.